A media noche, en la espesura de la selva sudamericana, una mujer delirante estaba tumbada sobre una estera de juncos, sudando profusamente. El hechicero se movía alrededor de ella, entonando cánticos sagrados antes de administrarle un potente brebaje elaborado con productos animales y vegetales. El efecto fue inmediato. La paciente gritó y se retorció, al tiempo que vomitaba y gemía. Durante dos horas la mujer siguió sufriendo aquel tormento, mientras el hechicero invocaba a los espíritus. Pero poco a poco llegó la calma. A medida que se acercaba el alba, la mujer se fue tranquilizando y conciliando el sueño. Al cabo de dos días estaba aún débil, pero recuperándose.
Ahuyentar los males
La medicina popular tenía un componente religioso de gran importancia. Médicos y pacientes no hacían distinción alguna entre cuerpo, mente y alma: cuando estos tres elementos estaban en armonía, la buena salud imperaba. El hechicero (o hechicera) era médico, consejero, psiquiatra y sacerdote, y a él se encomendaba la salud física y espiritual de la tribu en su conjunto. Las enfermedades individuales eran una mancha en la salud de la tribu, y sus miembros tenían el deber de evitar desavenencias y apaciguar a los dioses para no hacerse vulnerables a la enfermedad.
Curación por medio de drogas y de la danza
Para enfermedades más graves, trastornos mentales o problemas como la esterilidad, a veces era necesario entrar en íntima comunión con el mundo de los espíritus. Si una enfermedad era atribuida a causas sobrenaturales, la curación implicaba ceremonias religiosas, prácticas de adivinación o danzas rituales. Si se achacaba a un maleficio causado por otra persona, el mal debía ser desvelado y contrarrestado con procedimientos mágicos similares.
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